En el panorama teatral contemporáneo, donde a veces prima lo espectacular sobre lo sustancial, la compañía Kilómetro Cero presenta «Carlos» una obra que funciona como un bisturí afilado para diseccionar las capas más incómodas de la masculinidad y el autodescubrimiento. No es solo una función; es un experimento sensorial y emocional que coloca la tecnología al servicio del arte, no como un mero adorno, sino como un órgano vital de su narrativa.
Desde el primer momento, la puesta en escena se revela como un serio trabajo de dirección. La escenografía, un ecosistema de pantallas, sonidos inmersivos y una iluminación que palpita al ritmo del conflicto interno del protagonista, no es un simple fondo. Es un personaje más, una extensión de la psique de Carlos, que proyecta sus fantasmas, sus deseos reprimidos y la presión social que lo asfixia. Esta integración de lo tecnológico con lo actoral es, sin duda, uno de los mayores aciertos de la propuesta: logra que lo abstracto (el machismo internalizado, los tabúes) se vuelva tangible y visceral.
En el centro de este huracán se encuentra Peter Rojas, cuya actuación no puede describirse sino como excelente. Rojas no interpreta a Carlos; lo habita. Con una gama que va desde la vulnerabilidad más cruda hasta la agresividad más contenida, construye un personaje complejo y contradictorio, lejos de cualquier caricatura. Su mirada, sus silencios y los mínimos gestos transmiten la batalla interna de un hombre atrapado en los mandatos de género que ya no sabe cómo habitar, pero de los que no logra liberarse. Es una interpretación sincera, valiente y llena de matices que sostiene el peso de la obra sobre sus hombros con una maestría encomiable.
El texto y su desarrollo escénico abordan con una sinceridad conmovedora temas tan polémicos como el machismo, los tabúes sexuales y la diversidad. La obra no se limita a señalar; explora. Se adentra en los grises de la condición humana, evitando discursos maniqueos para mostrar la dolorosa, y a veces fea, transición de un hombre que comienza a cuestionar todo lo que le han enseñado a ser. Este tratamiento honesto es lo que convierte a «Carlos» en una experiencia incómoda pero necesaria, un espejo en el que, de una forma u otra, muchos espectadores pueden sentirse interpelados.
Sin embargo, tras asistir a la función, surge una reflexión casi imperativa: esta propuesta tiene todas las condiciones para una presentación en un espacio más íntimo. La potencia del trabajo de Rojas y la crudeza del tema piden a gritos una proximidad que el marco teatral convencional puede diluir. En una sala pequeña, un black box o un formato casi de teatro cámara, la cercanía física transformaría por completo la experiencia.
Cada suspiro, cada temor contenido, cada gota de sudor se convertiría en un patrimonio compartido con el público. Esa retroalimentación actor-público, público-actor ese flujo energético casi tangible se intensificaría, enriqueciendo exponencialmente la obra. El actor ganaría herramientas más sutiles, y el espectador se vería involucrado en un nivel casi confesional, traspasando la barrera de lo observacional para sumergirse en lo vivencial. La obra, ya de por sí intensa, alcanzaría una potencia catártica superior.
En conclusión, «Carlos» de Kilómetro Cero es una de las propuestas más novedosas y coherentes de la temporada. Un acierto de dirección que se apoya en una actuación magistral y un discurso valiente. Es una obra que no solo cumple con creces su objetivo, sino que, en su esencia, lleva la semilla de una versión aún más poderosa, una que florecería en la intimidad de un espacio que le permita al público no solo ver, sino sentir a Carlos respirar a su lado. Una oportunidad que, ojalá, la compañía no deseche considero desde mi modesta opinión que su intimismo la hace grande y diferente.
