No sé en qué momento empecé a obsesionarme con este tema. Tal vez fue aquella tarde en la que un viejo amigo, periodista también, me contó cómo en una cobertura en un país del que prefiero no dar el nombre, sintió —literalmente— que sus pensamientos no eran del todo suyos. Lo miré incrédulo, claro, pero él tenía esa mirada de quien ha visto algo que no se puede desver. Desde entonces, la idea de que alguien, en algún rincón, pueda meter mano en la maquinaria íntima de nuestra mente, me persigue.
El “control mental” suena a ciencia ficción de serie B, a conspiranoia barata. Sin embargo, basta rascar un poco para que la historia te salpique. No hay que irse muy lejos: durante la Guerra Fría, proyectos como el tristemente célebre MK Ultra, liderado por la CIA, experimentaron con drogas, hipnosis y otras técnicas para “reprogramar” personas. Esto no es rumor ni mito urbano; está en documentos desclasificados. Lo más inquietante es pensar que si hace más de medio siglo ya exploraban estas herramientas, ¿qué capacidades tendrán ahora, en pleno siglo XXI, con la neurociencia y la inteligencia artificial como aliadas?
Recuerdo una cobertura que hice en 2018 sobre publicidad subliminal en redes sociales. No eran mensajes escondidos entre fotogramas como en los años 60, sino microsegmentación basada en datos. Hablé con un experto en marketing digital que me confesó, con una sonrisa incómoda, que podían “moldear” percepciones políticas sin que el usuario siquiera notara el empujón. No era magia, era matemática. Pero el resultado era el mismo: sembrar una idea en tu cabeza y hacerte creer que es tuya.
No quiero sonar alarmista —aunque supongo que lo estoy siendo— pero lo cierto es que el control mental no siempre es un proceso violento o explícito. A veces es suave, como una brisa que apenas notas hasta que te das cuenta de que te ha llevado varios metros en otra dirección. Puede ser un discurso político cuidadosamente diseñado, una campaña de marketing repetida hasta el cansancio, o incluso una relación personal donde una de las partes aprende a apretar los botones emocionales de la otra.
Hace poco, en un café de Lima, conocí a una joven que juraba haber salido de un grupo “espiritual” que en realidad funcionaba como secta. Su relato era escalofriante: sesiones de meditación grupal, ayunos prolongados, discursos que mezclaban verdades universales con exigencias cada vez más intrusivas. Al final, ya no distinguía entre sus propios pensamientos y las frases de su líder. “Me di cuenta de que repetía cosas que ni siquiera entendía del todo, como si fueran mías”, me dijo mientras jugueteaba con su taza de café.
Lo curioso es que, en cierto modo, todos somos vulnerables. No se necesita un laboratorio secreto para influir en la mente. Basta una narrativa convincente y un poco de repetición. Pensemos en los jingles publicitarios que se nos quedan pegados como chicle; en esos lemas políticos que repetimos casi por inercia; en los “trending topics” que creemos descubrir por casualidad pero que, en realidad, han sido cuidadosamente impulsados.
Y claro, están los métodos más oscuros. A lo largo de mi carrera he escuchado rumores —sin pruebas sólidas, vale aclarar— de tecnologías de estimulación cerebral remota, de armas sicológicas experimentales, incluso de técnicas auditivas que inducen ciertos estados de ánimo. Quizá sea exagerado, quizá no. El problema con estos temas es que la frontera entre la paranoia y la realidad suele ser brumosa, y a veces cruzarla es cuestión de una sola historia convincente.
Me viene a la cabeza una conversación con mi madre, que nunca ha sido especialmente crédula. Un día, mientras mirábamos las noticias sobre las elecciones en otro país, dijo algo que me dejó pensando: “Mira cómo todos repiten lo mismo, como si les hubieran dado un libreto”. Puede sonar inocente, pero en esa observación había algo inquietante. Tal vez no haga falta un “hipnotizador” con péndulo en mano; tal vez el libreto lo escribimos entre todos, sin darnos cuenta.
A veces pienso que la verdadera defensa contra el control mental no es la desconfianza absoluta —que lleva a la paranoia— sino el pensamiento crítico, ese músculo que no siempre ejercitamos. Hacer preguntas, incluso incómodas. Reconocer nuestras propias emociones y sesgos. Y, sobre todo, aceptar que podemos ser influenciados, porque negarlo es abrir la puerta sin darnos cuenta.
Es curioso, pero mientras escribo estas líneas, me descubro releyendo párrafos y preguntándome si yo mismo no estoy tratando de influir en ti, lector. Tal vez esta es la paradoja inevitable: comunicar es, de algún modo, intentar moldear la percepción del otro. Y quizás la diferencia entre eso y el control mental sea una cuestión de intención y consentimiento.
El susurro invisible está ahí, en la publicidad, en la política, en las conversaciones íntimas. A veces suave como un perfume que apenas percibes; a veces brutal como un grito que no te deja pensar. Lo importante es, al menos, reconocer que existe. Y decidir, cada día, qué ideas dejamos entrar en nuestra cabeza y cuáles preferimos mantener a raya. Porque si no lo hacemos nosotros, alguien más lo hará por nosotros…, y quizá ni siquiera nos demos cuenta.