El 10 de abril de 1869, a seis meses exactos del comienzo de la gesta por la independencia, se proclamaron en Guáimaro, en la región central de Camagüey, la primera Constitución y la República en Armas, en una reunión histórica que unió a los revolucionarios del Oriente y Centro del país en un esfuerzo cívico admirable, inspirado por la lealtad de grandes próceres a la Patria.
Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, abogado bayamés y precursor de la contienda en marcha desde el 10 de octubre de 1868, resultó electo Presidente de la república beligerante, en ardiente reunión que transcurrió del 10 al 12 de abril, la cual contó con la brillante participación del joven jurista camagüeyano Ignacio Agramonte y Loynaz, uno de los elaboradores fundamentales del texto de la Carta Magna entonces aprobada.
La historia refrenda que la primera Constitución cubana fue votada y aprobada el día inaugural, y estuvo vigente hasta el 15 de marzo de 1878, coincidente con la histórica Protesta de Baraguá.
Céspedes ocupó la presidencia de la República en Armas a partir del 12. Ya el Ejército Libertador había protagonizado combates memorables al mando de éste, como la toma de la ciudad de Bayamo, hasta su caída el 12 de enero de 1869, y luchadores como Francisco Vicente Aguilera, Perucho Figueredo, Donato Mármol, Máximo Gómez y los jóvenes leones de la familia Maceo y Grajales, comenzaban su brillante hoja de servicios.
Nadie más que Céspedes merecía tal responsabilidad en aquella hora. Devenido luego en Padre de la Patria de todos los cubanos, lo avalaba entonces el indiscutible mérito de haber iniciado la Revolución cubana desde aquel octubre glorioso, cuando liberara y llamara ciudadanos a sus esclavos y los exhortara, junto a un grupo de patriotas allí reunidos, a luchar por la independencia o la muerte.
Desde su legendaria Proclama, leída en ese amanecer telúrico en Demajagua, de la jurisdicción de Manzanillo, Céspedes, culto y de amplia instrucción cívica y jurídica, creía en la eficacia de la supremacía de un mando militar único para conducir y llevar a buen término la campaña libertaria.
Un punto de vista muy diferente al de los patriotas del Camagüey, sustentado en el texto constitucional allí discutido y presentado de manera brillante por el valiente e intachable joven abogado Ignacio Agramonte. Camagüeyanos y villareños preconizaban un mando civilista, que creían más democrático, al cual debía supeditarse la estructura beligerante.
Como llegó a afirmar José Martí años después, al analizar la contradicción estratégicamente resuelta con honor y patriotismo, ambos puntos de vista eran razonables, pese a que no constituía el asunto principal en ese momento.
Entonces, ya podrán imaginarse que no fue nada fácil llegar al punto de la avenencia con que concluyó el histórico encuentro, solventado sobre todo por las conciencias rectas y grandes de Céspedes y Agramonte.
Aunque hay que reconocer, y eso el análisis histórico lo ha subrayado, que Céspedes fue quien más cedió con el objetivo estratégico de la unidad, en bien de la Patria, lo cual lo hace inmenso a nuestros ojos. Tiempo después, Agramonte no tardó en aceptar la validez de muchas de las razones del Iniciador.
El inolvidable Mayor cayó en Jimaguayú, en 1873, y el Padre de la Patria murió en combate solitario, después de un acto de traición que lo depuso de su cargo y apartó de los combates. Uno se pone a soñar que tal vez esos dos grandes, si hubieran vivido más, pudieran haberse acercado y juntos colaborarían más en la salvación del proceso revolucionario de ciertas vilezas que ya lo minaban lentamente y lo llevaron al fracaso años después, en 1878.
Acompañaron al Presidente, Salvador Cisneros Betancourt como vicepresidente y al frente de la Cámara de Representantes, de gran poder, e Ignacio Agramonte, como Secretario de Guerra, ambos de Camagüey.
No tardaron en florecer las manifestaciones de regionalismo, desunión y diferencias de criterios y se convirtieron con el tiempo en envidias, rencillas, conspiraciones, infamia y traición.
Pero de ninguna manera podría considerarse negativa la explosión de diversas posiciones expuestas en el día trascendente del 10 de abril en Guáimaro.
Todo lo contrario, reafirma más que nunca que es posible lograr la unidad dentro de la diversidad, por el bien de un objetivo estratégico. Solo que los resultados finales dependerán de la corrección de las deficiencias y la eliminación de los errores, durante el arduo camino.
La Primera Constitución y República proclamadas en Guáimaro enorgullecen a los cubanos. La Ley anunció al mundo que los independentistas de la Isla representaban a un pueblo civilizado, amante de la libertad y ajeno al odio, preconizador de principios animados por el sano patriotismo, incluso por la solidaridad y amistad con otros pueblos, que creía en las leyes y otros valores, como la buena educación y la honestidad.
Nadie estaba sediento de sangre o venganza. En las sesiones de la Asamblea Constituyente sucedió algo especial: la lectura de una misiva escrita por la patriota Ana Betancourt, en la que defendía el derecho de las mujeres a la igualdad y el cese de la explotación femenina, y a luchar por la libertad de la Patria en todas las vertientes posibles, incluso como combatientes.
La Carta Magna iniciática aprobó la división en los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, con la creación de una Cámara de Representantes para la dirección de las acciones.
Momento luminoso de su texto se aprecia cuando refrenda que todos los habitantes de la República eran enteramente libres, con lo cual se hacía justicia de un principio proclamado por Céspedes, el de la abolición de la esclavitud, condición insoslayable para fundar una nación enteramente soberana.
A 150 años de ese primer acto cívico, en medio de una guerra cruenta y muy desigual, los cubanos rindieron homenaje a aquel gesto aprobando en igual fecha, pero de 2019 la Constitución moderna, democrática e inclusiva.
Es la Carta Magna que hoy rige la vida de nuestra república, con todos y para el bien de todos. Aprobada por un referendo popular ampliamente discutido y votado a favor por mayoría. Es la Cuba de hoy, al tiempo que nos recuerda el inicio de nuestro glorioso camino.
(Marta Gómez Ferrals, ACN)